jueves, 8 de octubre de 2009

Callejón sin salida

Por Beno Chilián, El Conspirador

Para que no se me vaya a juzgar como terrorista debo aclarar que en esta confesión sólo hablo por mí, exclusivamente a título personal.
No soy un enfermo ni un sociópata, sólo no creo en nada. Yo no soy de aquellos que hacen todo lo posible por mejorar el mundo con acciones filantrópicas de maquillaje; soy lo contrario: soy de aquellos que saben que el mundo está mal porque yo estoy mal y no me interesa mejorar. ¿Cómo mejorar el mundo si yo no quiero mejorar? Vivo plácidamente en la irresponsabilidad, la indiferencia y la estulticia. Cuando camino por las calles no me preocupo por la suciedad, el tráfico o los indigentes; es más, alimento el desastre y el caos con mi desdén. ¿Para qué mortificarme si nada va a cambiar, si convivimos con la desgracia, unidos de la mano, caminando hacia el suicidio universal, muriendo cada día un poco más? No tengo nada bueno que ofrecerle al mundo y no me incomoda esa situación. Saberme transitorio en este valle de lágrimas aliviana la carga de culpa que podría motivarme a hacer algo en favor de la comunidad. Afortunadamente la desesperanza y el vacío se apoderan de mi ánimo y me invitan a dejarme llevar por la corriente.
Para ilustrar mejor mi indisposición les contaré una anécdota reciente: anoche, mientras repasaba unas fotografías de Verónica me descubrí pervertido, adusto y descompuesto: un deseo se apoderó de mi mente: estrujarla, ofenderla, humillarla. Se preguntarán: ¿qué insensatez cometió para incitarme a semejante bravuconería? Verán: siempre he pensado que después de los 18 años la virginidad estorba. Verónica tiene 22 años y aún la conserva como su más preciado tesoro. Yo le he pedido en repetidas ocasiones que tengamos relaciones y ella se rehúsa porque no tenemos una relación formal. Ella argumenta que sus besos son suficiente razón para que yo le declare formalmente mi amor y entonces sí podamos tener sexo. La contradije aduciendo que no podía esperar que la amara sólo por sus besos, que para que el amor fuera posible necesitaba conocer lo que piensa. Pero en este mundo donde reina el absurdo, resulta obvio que ella se dedique única y exclusivamente a alimentar su cuerpo y deje desamparada su mente. La increpé diciendo que es ella quien le da tanta importancia al sexo al descuidar el desarrollo de su pensamiento y ofrecer como única fuente de convivencia, su cuerpo. ¿De qué vamos a hablar cuando no estemos cogiendo? ¿Del clima? ¡Por favor! ¡Eso hasta con el chofer de la ruta!
Como verán, la estupidez es el epítome de esta historia. Pero ¿acaso no acabo de reconocer mi propia estupidez líneas arriba? Por supuesto y precisamente eso me contuvo. He de reconocer que me parece una lástima haber dejado pasar la oportunidad de intentar ubicarla. ¿Ubicarla? ¿Dónde si todos estamos equivocados? Entonces, con la hipocresía que caracteriza a la sociedad, mejor opté por invitarla al cine y hacerme el desentendido.
Con esta breve anécdota he dejado en evidencia que también soy víctima de las pasiones que abordan a los revolucionarios que con arrojo se han lanzado a la inasequible empresa de modificar los paradigmas sociales. He llegado a sentir la necesidad de ver cimbrar las estructuras mentales y sociales, a pensar que es un imperativo categórico intentar forjar un mejor mundo dónde vivir. Pero para ello haría falta que toda la humanidad, durante 10 generaciones, se abocara a realizar la demencial empresa, o en su defecto, cometer algunos delitos como sedición y motín. Pero vaya, ¿quién soy yo para guiar el camino? Nuevamente vuelve a mí la calma y el desinterés.
Dicho lo anterior puedo definirme como un cínico mediocre, o en palabras de Norberto Bobbio un moderado: “el moderado no tiene gran opinión de sí mismo, no porque se menosprecie sino porque es propenso a creer más en la miseria que en la grandeza humana y él es sólo un hombre como los demás”. Es decir, una señal inequívoca de mi propia mediocridad es el hecho trágico y desolador del interés que pone en mí gente tanto o más mediocre que yo, y como ejemplo volvemos a Verónica.
Debo concluir reconociendo que tengo problemas, y es más, conozco sus soluciones pero ninguno de ellos me abruma ni me angustia, al contrario, me complementan y soy muy dichoso de saberlo. Ahora sólo queda la expectativa de comer mañana un buen bistec. ¡Vamos, brindemos por nuestra miseria! Estamos podridos y es donde más nos sentimos a gusto, ¿no? Finalmente somos unos cerdos insaciables, perdón, ¡soy un cerdo insaciable! ¡Salud!

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