martes, 2 de febrero de 2010

Tropo de la juventud


En memoria de mi hermano, Pablo Gnuyen
Por Beno Chiliá


Soy un inútil. Hace tiempo no me sentía tan inútil. Es de tal magnitud mi sensación de inutilidad que he olvidado cómo atarme las agujetas, cómo cambiar un foco, cómo besar una chica, cómo aprender, cómo olvidar. Soy un completo inútil. Sólo puedo escribir, lo cual, a estas alturas, me parece completamente inútil, una pérdida de tiempo. Y no es que menosprecie mi oficio, me gusta escribir, sólo indico su justa dimensión: es inútil. Es inútil no porque yo deseé que lo sea, sino porque ya nadie valora las letras, las han devaluado, han perdido todo su impacto.
Sé quienes son los culpables. Todos lo sabemos. La demagogia nos aturde todo el día, todos los días. Voces sin sentido taladran nuestros oídos hasta hacerlos sangrar. En esas condiciones es imposible pensar en paz. Las mentiras, los dogmas y los prejuicios nos consumen, como si se trataran de gangrena, nos pudrimos rápidamente, vemos los gusanos pasearse por nuestras manos carcomidas y sólo observamos, pasivamente. Ya nadie confía en la palabra, es inútil, la hemos perdido.
Ayer por la tarde mi papá notó que ya tengo verrugas. Estoy envejeciendo, como todos. Tal vez pronto me salga la tan añorada barba y años más tarde me quedaré calvo. Lo que deseo resaltar con esto es que somos una sociedad vieja, decrépita, que ha perdido el deseo de vivir, de vivir libremente. Actualmente, entre tanta corrupción e impunidad, sólo algunos alcanzan a sobrevivir, los demás somos zombies. Y en cambio los males parecen recobrar fuerza, rejuvenecen con cada generación de aletargados, alienados, enajenados, como les quieran llamar. ¡Qué mierda ser joven cuando el prototipo de la juventud es la injusticia! Sólo a ella le queda la cursi etiqueta del futuro: “tiene mucho por delante”.
Yo, como buen inútil no tengo nada por delante más que mis genitales. Y no deseo vislumbrar mi vida como una prolongación de un espíritu juvenil corrompido: dócil, obediente, sumiso, domesticado. Si eso es la eterna juventud prefiero morir. Pensándolo bien, es lo único que hay por delante: morirse. Sin duda los muertos son mucho más complacientes que los vivos. Sus letras adquieren un beneficio invaluable, confiamos en su palabra, atendemos sus clamores y sus amores. Sin duda los muertos son autoridad legítima.
Sé que no faltará el obstinado que trate de hacerme entender los beneficios de la juventud, darme esperanza y optimismo. (Y seguro habrá quien me recomiende encontrar el amor en Jesucristo, ¡dios mío!) Les anticipo mi respuesta: ¡váyanse a la mierda! ¡Me cagan todos ustedes! No me interesan sus espiritismos, ni su magia, ni su fe, ni sus pecados, ni sus dioses, ni sus costumbres, ni nada de sus pendejadas. Recuerden a Díaz Mirón: “El mérito es el náufrago del alma:/vivo se hunde, pero muerto flota”. Sólo quiero ser de carne y hueso, terminar de pudrirme cuando muera, no sin antes alcanzar un poquito de la serenidad, dignidad, paciencia, amor y fortaleza de nuestro gran hombre, mi queridísimo hermano Pablo Gnuyen.
Nunca dejaré de intentarlo y cuando al fin lo logre dejaré de sentirme inútil.

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